Hace casi dos años mi papá murió. Desde entonces me cuesta
trabajo escribir. O mejor dicho: me
encerré cada vez más en un silencio del que apenas me estoy atreviendo a salir.
Me callé tan fuerte que cuando leo publicaciones en mi blog de hace cuatro o
cinco años, me siento desnudo.
Creo
que después de estos meses el duelo no fue tan en vano. Sí: pospuse muchas palabras
y me enredé en conflictos de dinero, pero puedo atreverme a decir que estoy
desenmarañando un hilo que no sabía que existía, y que puedo enfrentarme a él
si comienzo a ponerle nombres a las cosas.
El
nombre del que más rehúyo es el Odio. No lo quiero ver, no me gusta estar
relacionado a él y ni siquiera tengo los pantalones para asumirlo.
Pero
todo lo que hago, toda esa maquinaria que echo a andar cuando aparece en mi
corazón una llamita de odio, pesa. Y después de dos años de estar encerrado,
negándome el derecho a sentir, el peso se multiplica cada día.
Así que
he decidido liberar un poco de lo que cargo. “Escribir es enseñar los calzones”,
nos decía Bernardo Ruiz a mí y a mis compañeros en las felices tutorías de la
FLM. Y no puedo seguir cubriéndome con veinte abrigos y decir que no pasa nada.
Odio al
papá de mi papá.
Lo
recuerdo como un anciano con el color de la ciruela. Creo que compartimos en
las pocas veces que lo vi, apenas un par de palabras. Después se murió, hace
casi diez años.
Mi
abuelo era de esos hombres a los que no
le importaban cuántos hijos traían al mundo. Litigaba, transaba y hacía negocio
con los problemas legales de los pobres. Y si tenía los recursos para mantener
a doce hijos, nada más importaba.
Mi papá
fue el hijo número once de esos doce. El segundo más chico, recibió golpes y
burlas de niños y hombres que más parecían tíos que hermanos. Esos mismos niños
y hombres aprendieron a litigar, transar y hacer negocio con los problemas
legales de los pobres. Once abogados de doce hijos.
No puedo imaginar el orgullo
efímero y apático que mi abuelo habrá sentido cuando veía colgados –ignoro si
en un muro real o imaginario- los once títulos de Licenciado en Derecho que sus
hijos le habían regalado. Él, patriarca todopoderoso, se imaginaba delante de
una familia unida por el amor al litigio, y sobre todo, admiración a él. Nunca
le cruzó por la mente que su enseñanza más fuerte fue la del amor al dinero: al final de sus días, sus
hijos le quitaron la casa del Ajusco y él murió en una vecindad de la Bondojito.
Mi papá estudió Arqueología. Un
día, mientras ayudaba a sus hermanos a desalojar a una viejita de un cuarto que
ya no podía pagar, se dio cuenta de algo. Eso no era para él. Cuando dejó los estudios en Derecho, su padre
lo miró desde entonces y durante el resto de su vida como un bicho raro.
Omitamos veintinueve años de mi
vida con mi padre. Eso da no sólo para otro texto sino para un par de novelas.
Quisiera contarles de la última semana que pasé con él, en un lugar que también
odio: Colima.
A mi papá le habían quitado casi
un kilo de cáncer del intestino. Pasó por dos operaciones, treinta sesiones de
quimio y treinta de radio terapia. Pero perdió. Toda mi vida lo vi fuerte,
panzón, un árbol frondoso y bien plantado. Nada que ver con la ramita que yacía
frente a nosotros, pidiendo ayuda para incorporarse.
El cáncer en el estómago le quitó
poco a poco la capacidad de comer. Su agonía final fueron diez días en los que
no comió nada y apenas bebía agua.
Mi mamá decidió que papá debía
morir en casa, rodeado de la gente que lo había amado y que él amó. Mi hermana
y yo llegamos del DF sin boleto de regreso, con la única certeza de que cuando
volviéramos a nuestras vidas lo haríamos sin él.
Hubo pocas oportunidades para
salir de casa. Había que cuidarlo, platicar con él, quererlo. También se
presentaron situaciones muy dolorosas. Mamá consiguió que un funcionario de una
caja popular visitara nuestro domicilio para que papá pudiera firmar la cesión
de todos sus ahorros. Recuerdo muy bien la
angustia del empleado cuando se despedía: no encontraba palabras que no fueran
un adiós rotundo ni tampoco un nos-vemos-después. Farfulló algo inentendible y
cerró la puerta.
Los días pasaban, encimados,
calcados casi igual. Mis recuerdos de esos tiempos son un amasijo de horas
muertas, un calor escandaloso, un silencio tan denso como el plomo y un dolor
negro y amargo.
Recuerdo también cuando una amiga
de mi hermana trajo un sacerdote. Todos rodeamos a papá, y como si en lugar de
dormido estuviera muerto, comenzamos a rezar el padrenuestro. Una, dos, tres
veces. Pero papá seguía en este mundo, una viruta de vida, pero aquí. En
silencio y con los ojos cerrados, lloró y nos acompañó en nuestros rezos que
pedían por su propio descanso.
Mi hermana, conocedora de varias
técnicas de yoga, le daba masajes y platicaba con él. Ella le contaba del
descanso, del cuerpo, del alma. Él sólo escuchaba y sonreía.
Pero mi hermana quiso saber por
qué él no soltaba este mundo, dónde estaba la fuerza que lo hacía volver de los
sueños casi definitivos en los que se adentraba. Y poco antes de perder la
conciencia, cuando el sacerdote le había dado la bendición expiatoria, cuando ya no podía ni incorporarse, cuando su
estómago era ya una lombriz seca, papá le contestó.
“Estoy esperando a mi papá.”
Estoy seguro de que decenas de
sus muertos vinieron por él. Mi abuela, reclamona y chaparrita como casi todas
las mamás. Amigos de la escuela. Algún amor escondido en sus recuerdos. Todos
ellos contentos de acompañarlo a dar el siguiente paso. Pero papá no quiso ir.
Él quería a mi abuelo. Y el papá de mi papá, ese grandísimo hijo de la
chingada, no quiso venir por él. Lo dejó en el más oscuro desamparo.
Lo odio
por eso. Por no ver al mejor hijo que tuvo en su desgraciada vida. Por no darse
cuenta de la única persona decente que procreó fue a la que no escuchó ni vivo
ni muerto.
Sé que
hay otros odios enterrados en mí y que no soy capaz de ver. Pero este Odio,
estas ganas de azotar, estos puños enrojecidos, son por mi abuelo. También sé
que mi papá lo quiso, más o menos de la misma manera en la que yo lo quiero a
él. Pero cuando sea hora de enfrentar a la muerte, estoy seguro de que llamaré
a Samuel y que él vendrá feliz por mí. Porque su última mirada, ese 28 de
julio, me la dedicó a mí. Y no sólo era una mirada. Era una sonrisa completa,
que alcanza para que yo lo recuerde todos los días, y alcanza también para el
perdón eterno de mi abuelo.
Pero si
fuera mi decisión, lo dejaría arder en el infierno de su propio veneno por los
siglos de los siglos.
11 comentarios:
Qué fuerte, honesto y hermoso texto. Como tú.
Gracias infinitas por enseñarnos tus calzones.
Qué fuerte, honesto y hermoso texto. Como tú.
Gracias infinitas por enseñarnos tus calzones.
Casi lloro, pero me aguanté porque estoy en el trabajo y luego me ven feo.Gracias por compartir algo tan honesto. Saludos.
También lloré. Entiendo mucho de lo que dices y de lo que no dices que también está allí en lo que escribes. Vital que hayas vuelto.
La verdad es que he llegado a este blog navegando sin rumbo por internet y
me he quedado leyendo el post titulado Odio. Como trabajo ayudando a personas
a buscar
residencia geriátrica, la parte intergeneracional del relato, la
del abuelo, la de la familia y el cura al rededor de la cama del padre no muerto,
me han parecido muy inspiradoras. Me parece muy generoso por tu parte compartir
esas vivencias ¡y todo tan bien escrito!. Gracias por hacerme pasar un
rato agradable.
Amigo mío, a quien tengo que el placer y la suerte de llamar amigo.
Qué broma aquella la de los 11 títulos de abogado colgando en alguna pared. Qué putañera broma.
Eso que cuentas sobre tu padre es, seguramente, el motor más enigmático de tu escritura, tan vehemente. El mundo necesita que le cuentes cómo es ser hijo/padre, cómo se forma la masculinidad, de qué lado masca el iguano. A mí me tocó estar en en el lado de la iguana. Jeje. Necesitamos que escribas más así, desde allí. El mundo puede vivir sin otro Neil Gaiman, pero no sin otro Pablo Mata.
Te agradezco enormemente que me hayas hecho llorar cuando hablabas de la "viruta de vida" y "la ramita", pues cada lecho de muerte es distinto y conocer otras me hace sentir menos sola.
Sobre todo esto: El texto es excepcional, con alegorías insospechadas e imágenes adjetivas extrañísimas que se disfrutan por atinadas. ¿Quién no ha sentido un calor escandaloso?
Te mando un gran abrazo de admiración y cariño.
Ira.
Amigo mío, a quien tengo que el placer y la suerte de llamar amigo.
Qué broma aquella la de los 11 títulos de abogado colgando en alguna pared. Qué putañera broma.
Eso que cuentas sobre tu padre es, seguramente, el motor más enigmático de tu escritura, tan vehemente. El mundo necesita que le cuentes cómo es ser hijo/padre, cómo se forma la masculinidad, de qué lado masca el iguano. A mí me tocó estar en en el lado de la iguana. Jeje. Necesitamos que escribas más así, desde allí. El mundo puede vivir sin otro Neil Gaiman, pero no sin otro Pablo Mata.
Te agradezco enormemente que me hayas hecho llorar cuando hablabas de la "viruta de vida" y "la ramita", pues cada lecho de muerte es distinto y conocer otras me hace sentir menos sola.
Sobre todo esto: El texto es excepcional, con alegorías insospechadas e imágenes adjetivas extrañísimas que se disfrutan por atinadas. ¿Quién no ha sentido un calor escandaloso?
Te mando un gran abrazo de admiración y cariño.
Ira.
Abrazos.
En algún tiempo, hace mucho, sentí ese odio, fuerte y con raíces hondas, tantas que me costó mucho sacarlas y dejarlo morir. El peso con el que vivía se adelgazó poco a poco hasta que desapareció; como ese cuerpo que tenía tu padre, que se volvió ramita, y luego... nada.
Camino más ligera desde entonces.
Compañero: lo acompaño en su pena, ya que he estoy viviendo de alguna manera un proceso de odio... Su relato familiar me conmovió mucho en el alma, soy padre de familia enfrentando un divorcio y me has dado un claro mensaje par velar por mis hijos "No solo por el dinero" sino por el "Amor que puedas darle", en fin me he dado cuenta que la lucha es interna y espiritual, gracias por hacerme ver la realidad, tal vez algún día deje de odiar...
Atte. Alejo
Pablito, ahora con este texto siento que te conozco.
Me hiciste llorar.
Tan fuerte,tan hermoso.
Qué bonito escribes.
Lorena. @pequenalegria
Llegué a este espacio por la publicación de tu arrepentimiento como acosador, nunca te había leído. La curiosidad me llevó a esta entrada donde relatas la agonía de tu papá, muy similar a la que sufrió el mío. Estoy convencida de que la construcción de una masculinidad distinta empieza siempre por el reconocimiento del linaje de violencia del que provienen los hombres. No quise irme sin decirte que, tal vez, esta entrada reciente puede ser una de las puertas que pareces estar buscando. Mucha suerte.
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