lunes, marzo 10, 2008

Tobías

Cuando Tobías se enamoró todo el pueblo se llenó de alegría y preocupación al mismo tiempo. No es que no nos hiciera feliz que por fin hubiese encontrado a alguien como él, pero sospechábamos que la noticia afectaría la relación que llevábamos todos con Tobías. Después de décadas de hogueras fallidas y de doncellas raptadas, habíamos logrado convivir provechosamente.

Él mataba a los ciervos por nosotros y a cambio le dábamos una cubeta de leche y un par de bebés cada tres meses. Era lo justo. Pero hace unos días salió a cazar y se topó en un claro del bosque con aquella mujer. Regresó mucho después de lo acostumbrado y sin siquiera una liebre. Tenía la cara cambiada, ya no tenía esa mirada asesina y por fin le conocimos una sonrisa.

Nuestras sospechas resultaron ser correctas: comenzó a escasear la carne así que tuvimos que desempolvar arcos y flechas y aprender a cazar de nuevo. Me enviaron a su cueva para manifestarle el descontento de todo el pueblo. Cuando toqué el tablón de roble me temblaban las piernas, porque yo ya conozco a Tobías malhumorado. Pero no abrió así que crucé la puerta. Vi que la cueva estaba encharcada. Tobías no estaba malhumorado: estaba triste, y había llenado de lágrimas todo el piso. Le pregunté cuál era el problema, y me contestó, entre sollozos: “No me hace caso, estoy muy gordo”. Era cierto: Alimentábamos a los bebés que le ofrecíamos con comida muy grasosa.

Fácilmente lo animé y le prometí que todos le ayudaríamos a mejorar su condición. Corrí al pueblo a explicarles todo el asunto y en un par de días ya habíamos armado un par de pesas con troncos de eucalipto y pedazos de montaña, y habíamos hecho una pista de correr alrededor del bosque. Además comenzamos a alimentar a los bebés con fibras y jugos antioxidantes.

Cuando Tobías corría tiraba una que otra casa, pero no nos importaba. Nosotros simplemente queríamos eludir la tarea de cazar, pues nos considerábamos un pequeño pueblo pacifista. Reducimos su ración de bebés a uno cada cuatro meses.

En un año Tobías era todo un atleta. Fue a buscar a su amada justo después de llenar nuestro granero de ciervos, pumas, roedores y enormes aves. Le deseamos mucha suerte.

Creíamos que todo había vuelto a la normalidad. Incluso habíamos organizado una enorme fiesta con una gran fogata. Pero justo en medio de la celebración, la tierra comenzó a temblar. Todos corrimos a proteger a nuestros queridos hijos y vimos cómo se caían nuestras casas. La fogata se salió de control e incendió el granero. Fue entonces cuando todavía en medio del terremoto, comenzamos a gritar, llenos de ira y angustia.

Pero un ruido lejano calmó nuestros gritos y el temblor. Era un alarido agudo, de mujer. Se hizo poco a poco más intenso y claro.


Después, la calma. El incendio iluminaba nuestros rostros callados. Sobre los restos del pueblo, hombres y mujeres nos miramos uno al otro, sin saber qué hacer.