viernes, mayo 17, 2013

El Odio

Hace casi dos años mi papá murió. Desde entonces me cuesta trabajo escribir. O mejor dicho: me encerré cada vez más en un silencio del que apenas me estoy atreviendo a salir. Me callé tan fuerte que cuando leo publicaciones en mi blog de hace cuatro o cinco años, me siento desnudo.
                Creo que después de estos meses el duelo no fue tan en vano. Sí: pospuse muchas palabras y me enredé en conflictos de dinero, pero puedo atreverme a decir que estoy desenmarañando un hilo que no sabía que existía, y que puedo enfrentarme a él si comienzo a ponerle nombres a las cosas.
                El nombre del que más rehúyo es el Odio. No lo quiero ver, no me gusta estar relacionado a él y ni siquiera tengo los pantalones para asumirlo.
                Pero todo lo que hago, toda esa maquinaria que echo a andar cuando aparece en mi corazón una llamita de odio, pesa. Y después de dos años de estar encerrado, negándome el derecho a sentir, el peso se multiplica cada día.
                Así que he decidido liberar un poco de lo que cargo. “Escribir es enseñar los calzones”, nos decía Bernardo Ruiz a mí y a mis compañeros en las felices tutorías de la FLM. Y no puedo seguir cubriéndome con veinte abrigos y decir que no pasa nada.
                Odio al papá de mi papá.
                Lo recuerdo como un anciano con el color de la ciruela. Creo que compartimos en las pocas veces que lo vi, apenas un par de palabras. Después se murió, hace casi diez años.
                Mi abuelo era de esos hombres  a los que no le importaban cuántos hijos traían al mundo. Litigaba, transaba y hacía negocio con los problemas legales de los pobres. Y si tenía los recursos para mantener a doce hijos, nada más importaba.
                Mi papá fue el hijo número once de esos doce. El segundo más chico, recibió golpes y burlas de niños y hombres que más parecían tíos que hermanos. Esos mismos niños y hombres aprendieron a litigar, transar y hacer negocio con los problemas legales de los pobres. Once abogados de doce hijos.
No puedo imaginar el orgullo efímero y apático que mi abuelo habrá sentido cuando veía colgados –ignoro si en un muro real o imaginario- los once títulos de Licenciado en Derecho que sus hijos le habían regalado. Él, patriarca todopoderoso, se imaginaba delante de una familia unida por el amor al litigio, y sobre todo, admiración a él. Nunca le cruzó por la mente que su enseñanza más fuerte fue la  del amor al dinero: al final de sus días, sus hijos le quitaron la casa del Ajusco y él murió en una vecindad de la Bondojito.
Mi papá estudió Arqueología. Un día, mientras ayudaba a sus hermanos a desalojar a una viejita de un cuarto que ya no podía pagar, se dio cuenta de algo. Eso no era para él.  Cuando dejó los estudios en Derecho, su padre lo miró desde entonces y durante el resto de su vida como un bicho raro.
Omitamos veintinueve años de mi vida con mi padre. Eso da no sólo para otro texto sino para un par de novelas. Quisiera contarles de la última semana que pasé con él, en un lugar que también odio: Colima.
A mi papá le habían quitado casi un kilo de cáncer del intestino. Pasó por dos operaciones, treinta sesiones de quimio y treinta de radio terapia. Pero perdió. Toda mi vida lo vi fuerte, panzón, un árbol frondoso y bien plantado. Nada que ver con la ramita que yacía frente a nosotros, pidiendo ayuda para incorporarse.
El cáncer en el estómago le quitó poco a poco la capacidad de comer. Su agonía final fueron diez días en los que no comió nada y apenas bebía agua.
Mi mamá decidió que papá debía morir en casa, rodeado de la gente que lo había amado y que él amó. Mi hermana y yo llegamos del DF sin boleto de regreso, con la única certeza de que cuando volviéramos a nuestras vidas lo haríamos sin él.
Hubo pocas oportunidades para salir de casa. Había que cuidarlo, platicar con él, quererlo. También se presentaron situaciones muy dolorosas. Mamá consiguió que un funcionario de una caja popular visitara nuestro domicilio para que papá pudiera firmar la cesión de todos sus ahorros.  Recuerdo muy bien la angustia del empleado cuando se despedía: no encontraba palabras que no fueran un adiós rotundo ni tampoco un nos-vemos-después. Farfulló algo inentendible y cerró la puerta.
Los días pasaban, encimados, calcados casi igual. Mis recuerdos de esos tiempos son un amasijo de horas muertas, un calor escandaloso, un silencio tan denso como el plomo y un dolor negro y amargo.
Recuerdo también cuando una amiga de mi hermana trajo un sacerdote. Todos rodeamos a papá, y como si en lugar de dormido estuviera muerto, comenzamos a rezar el padrenuestro. Una, dos, tres veces. Pero papá seguía en este mundo, una viruta de vida, pero aquí. En silencio y con los ojos cerrados, lloró y nos acompañó en nuestros rezos que pedían por su propio descanso.
Mi hermana, conocedora de varias técnicas de yoga, le daba masajes y platicaba con él. Ella le contaba del descanso, del cuerpo, del alma. Él sólo escuchaba y sonreía.
Pero mi hermana quiso saber por qué él no soltaba este mundo, dónde estaba la fuerza que lo hacía volver de los sueños casi definitivos en los que se adentraba. Y poco antes de perder la conciencia, cuando el sacerdote le había dado la bendición expiatoria, cuando  ya no podía ni incorporarse, cuando su estómago era ya una lombriz seca, papá le contestó.
“Estoy esperando a mi papá.”
Estoy seguro de que decenas de sus muertos vinieron por él. Mi abuela, reclamona y chaparrita como casi todas las mamás. Amigos de la escuela. Algún amor escondido en sus recuerdos. Todos ellos contentos de acompañarlo a dar el siguiente paso. Pero papá no quiso ir. Él quería a mi abuelo. Y el papá de mi papá, ese grandísimo hijo de la chingada, no quiso venir por él. Lo dejó en el más oscuro desamparo.
                Lo odio por eso. Por no ver al mejor hijo que tuvo en su desgraciada vida. Por no darse cuenta de la única persona decente que procreó fue a la que no escuchó ni vivo ni muerto.
                Sé que hay otros odios enterrados en mí y que no soy capaz de ver. Pero este Odio, estas ganas de azotar, estos puños enrojecidos, son por mi abuelo. También sé que mi papá lo quiso, más o menos de la misma manera en la que yo lo quiero a él. Pero cuando sea hora de enfrentar a la muerte, estoy seguro de que llamaré a Samuel y que él vendrá feliz por mí. Porque su última mirada, ese 28 de julio, me la dedicó a mí. Y no sólo era una mirada. Era una sonrisa completa, que alcanza para que yo lo recuerde todos los días, y alcanza también para el perdón eterno de mi abuelo.
                Pero si fuera mi decisión, lo dejaría arder en el infierno de su propio veneno por los siglos de los siglos.