martes, marzo 08, 2011

Fábula

Hace mucho tiempo, había un reino lejano más allá del mar. Ese reino era muy poderoso, pero lo había sido mucho tiempo antes. Hasta nos había reinado a nosotros. Nada más que nosotros nos hicimos un país independiente y nos alejamos de la sombra del poder de aquel reino.

Pero en secreto, nosotros seguíamos admirando esa forma de gobierno. ¡Ah, el dulce yugo de ser súbdito! ¡Cómo aligera la vida saber que podemos echarle la culpa a lo divino, y más si hay un representante terrenal del que podemos hablar en los cafés y en la cola de las tortillas!

Un día, el país entero se regocijó con una noticia: el rey vendría a visitarnos desde su lejano reino, para inaugurar el primer congreso internacional de la lengua.

Nos preparamos lo mejor que pudimos: remozamos aquí y allá, escondimos el hambre y pusimos banderitas en todos lados.

Y del cielo, como un ángel, llegó el Rey.

Después de inaugurar el Congreso, llevamos al Rey a una escuela, para que viera lo hermoso que pintaba nuestro futuro.

Días antes de que llegara Su Majestad, les habíamos dicho a los niños que tendrían el honor de ver a un Rey. Los niños se emocionaron: ¡Era como un cuento hecho realidad!

Ese día, Su Majestad llegó puntual a la escuela, en un lujoso autobús. Los niños, peinados, pulcros y con sus respectivas banderitas, miraban atentos a los que bajaban del moderno carruaje.

-¿Y el Rey? -preguntaron todos los niños al mismo tiempo cuando ya nadie bajó del autobús.

-¡Ahí está! -contestaban los maestros, extasiados- ¿Qué no lo ven? ¡Saluden!

Pero los niños solo veían puro hombre trajeado, gris, con poco cabello. Ellos esperaban un Rey hecho y derecho, con su capa de terciopelo, su corona con rubíes, zafiros y esmeraldas, y su cetro dorado. No encontraban realeza alguna entre las solapas, las corbatas y los ojales.

El Rey se dispuso a hacer lo que acostumbraba: alzar la mano para saludar, sonreír con gracia y mirarnos a todos con distinción. Pero eso no les alcanzaba a los niños. Nosotros les habíamos prometido un Rey, y les habíamos fallado. Pocas veces en la historia hubo una desilusión tan masiva, tan definitiva.

El Rey, como era de esperarse, debió regresar a reinar su reino. Y no supo, nunca jamás, que su investidura de alta costura les había roto el corazón a cientos de niños, que pedían, solo por esa mañana, que la fantasía fuera como la realidad.