martes, enero 19, 2010

Sobre reuniones y fantasmas

Durante las vacaciones, fui a Colima. Ahí viven mis papás.

En Colima viví yo, durante once años. Dejé esa ciudad hace doce.

Aunque haga esas cuentas sádicas que me dan como resultado sentirme más y más viejo, la verdad es que mi vida adulta está influida por muchísimos eventos y personas de aquella etapa.

Sé que no puedo echarles la culpa de mi presente a fantasmas del pasado, pero ¡ah, cómo pesan!

Yo era gordo en la primaria y en la secundaria. Y ese y otros factores me hicieron un blanco fácil de burlas y ostracismo contra los cuales todavía me peleo.

El caso es que después de doce años después de dejar Colima y una decena de reuniones de exalumnos de mi escuela, recibí vía Facebook una invitación para reunirnos.

Pasé semanas decidiendo si iba o no. Durante años me imaginé escenarios exagerados en los que volvía para: a) presumir que era un escritor exitoso y ellos seguían en su rancho; b) llegar con una ametralladora y masacrarlos a todos; o c) nada más echarme un tiro con mi bully personal. Y obviamente, ganarle.

Ninguno de esos escenarios ocurrirá jamás.

Por curiosidad decidí ir. Y la verdad, lo que me dio el empujón final fue saber que no iba a ir el bully. La reunión fue como un transporte al pasado: las relaciones de unos con otro no cambiaron y a mí me reconocieron de inmediato.

(Algo que sí cambió, reconoceré, fue que después de algunos minutos de tratar conmigo, ya me decían Pablito en vez de Pablo. Esta constante la traigo desde hace mucho en todos los ámbitos a los que entro. Fue mucho mejor ese diminutivo “afectuoso” en lugar de todos los apodos que me pusieron y que ninguno recordó)

Todo iba bien, hasta que pasaron dos eventos que pueden muy bien ser metáforas de mis relaciones adultas. La primera: la chica guapa habló conmigo. Y yo con ella. Aunque convivimos durante once años, no sabía nada de mí. El caso es que pude mantener una conversación. Todavía no puedo hacerlo con chicas guapas desconocidas, pero no dejé de pensar en qué tanta culpa tuvieron ellos y en cuánta tuve yo si no hubiera sido tan miedoso. Hubiera, hubiera, hubiera. Ese paraíso brumoso de los hubiera.

La segunda: apareció el bully. Llegó a las 2 de la mañana. Enorme, peludo, como un gorila. Todos los hombres lo saludaban chocando su mano y todas las mujeres se dejaban sabrosear. Yo, que mido 1.88, sentí cómo me hacía chiquito, chiquito en su presencia.

De repente regresaron las burlas en la secundaria y los golpes en la primaria. Ahí estaban, frescos. Como si pudiera verme los moretones en la piel. Y él, como si nada. Por algunos minutos logré evitar su saludo, pero cuando fue ineludible, lo hice.

“Qué onda güey, qué gusto que estés aquí.”

Creo que balbuceé un “hola”, pero dentro de mí tenía unos deseos encendidos o de comenzar a pegarle o de huir despavorido. Pero no hice nada. Me paralicé.

Creo que así es como afronto la vida cuando me bullyea. Quiero cambiar esa dinámica pero no sé cómo. Sé que tengo que quedar en paz con esos fantasmas, pero simplemente no lo he logrado. ¿Alguien sabe cómo?