jueves, julio 22, 2010

Revolución


En los últimos días de diciembre de 1958 el Ejército Rebelde conquistó metro a metro la ciudad cubana de Santa Clara, lo que significó la victoria sobre el régimen de Batista.

Meses después, los jefes y comandantes tenían ante ellos un aparato burocrático inevitable, de esos que apaciguan espíritus y despiertan codicias.

En esta encrucijada se confrontaron dos manera de ver la Revolución. Por un lado los que la querían llevar a cabo a largo plazo, institucionalmente y desde el poder, y por otro quienes veían en esa victoria imposible, improbable y frágil, la oportunidad de continuar en otras partes.

Esas dos visiones se separaron y desde acá, cruzando la bardita del siglo, se ve fácil tomar partido. Quizás en esos momentos en los que se tenía en las manos el futuro de un país, yo habría dudado.

Sí, desde este lugar es más fácil. Sentado frente a la Mac, mientras tuiteo, facebookeo, chateo y posteo.

Pero divago. El punto que busco resaltar es el siguiente: en las últimas semanas, mi vida ha sido parte de una revolución.

Hablo de cambios, de choques, de sublevaciones. Si (y me disculpo por este acto imaginativo deliberadamente chairo) me comparara con Cuba, todas mis costas, todas las ciudades, todo mi pueblo optó por rebelarse.

La revolución en mi vida llegó, a pesar de que desde lejos, se veía imposible. Llegó limpia, rápida, necesaria.

Pero ahora me encuentro, justo como la Cuba de entonces y quizás como Madero, Stalin y hasta La Fayette, frente a un futuro de mil caminos, todos válidos.

Y sucede que mis líderes están discutiendo, tramando, traicionándose. ¿Seré capaz de continuar con la revolución o me empoderaré  para que todo siga igual?

Por suerte no soy un país. Soy una persona. Soy responsable de mis propias decisiones. Yo y sólo yo. Y decido ir por el único camino que no termina en el mismo lugar.