martes, septiembre 30, 2008

Ojos

El fin del mundo no es tan maravilloso como se lo imagina uno en medio del tráfico. La comida fresca se acaba pronto y la enlatada resulta insoportable después de tres semanas. Además queda el asunto de ser el último hombre: después de llenar mi departamento de joyas y de incendiar Las Lomas, no queda mucho por hacer.

Mi aburrimiento y mis ganas de comer carne fresca me hicieron experto en cazar ratas, mis únicas compañeras además de las cucarachas –a ellas las sigo sin soportar. La técnica es sencilla: un rastro de comida desde cualquier alcantarilla a algún claro, y yo escondido con una piedra y un par de tijeras para rasurarlas mientras todavía estuviesen calientes.

Tiraba los huesos por todo el departamento, y pronto había la misma cantidad de relojes y collares de oro que restos podridos de ratas. Siempre lo dije: La higiene es antes que nada una convención social.

El día número 744 me tocó baño. Calenté el boiler con billetes y libros de economía y abrí la cortina del baño. Justo en ese momento, me sentí observado. Miré alrededor y después de revisar bien, creí que era algún otro ataque de ansiedad. Pero cuando estaba por entrar al chorro de agua, los vi.

Un par de ojos me miraban desde la reja de la coladera. Me seguían en cualquier movimiento, detenidamente. Supe a qué pertenecían los ojos. Rabiosos, peludos, hambrientos. La única sorpresa era que mi departamento se encontraba en un trigésimo piso. Fuera de eso, lo esperaba.

Antes de correr por una de mis piedras, escuché un chapoteo que salía del excusado, y un rumor, de miles de chillidos, me erizó la espalda.