jueves, septiembre 13, 2007


Llegué a la hacienda cuando el sol comenzaba a ocultarse. No quería hacer esperar a Don Armando; pero tampoco quise que él, ni los demás invitados, vieran que había llegado en camión. Así que me bajé un par de kilómetros antes y recorrí el pintoresco bosque. “Sirve que abro apetito”, me consolé, mientras me enrollaba con la bufanda.

Eran tiempos difíciles para mí. Había perdido mi empleo en la universidad por falta de alumnos. Gasté mi último peso en la impresión del vigésimo primer currículo que entregué en una secundaria técnica. Me disponía a dormir a las ocho de la noche por la falta obligatoria de luz eléctrica, cuando me llamó Don Armando para invitarme a una cena en su famosa hacienda. Y cuando él invitaba, todo gasto corría por su cuenta. “Por el viaje no te preocupes. Mañana te llegará un depósito a primera hora.”

A primera hora estaba desayunando en la cafetería, haciendo cuentas. La mitad del dinero sería para comer las siguientes dos semanas, una cuarta parte para verme decente en la cena, y el resto para emergencias.

Toqué la campana al frente del portón de la hacienda. Casi de inmediato me abrió Augusto, el mayordomo. Sin cruzar palabras me acompañó por todo el inmenso jardín hasta la sala de la casa, donde platicaban varios invitados. Augusto me ofreció una copa que al parecer tenía una especie de coctel. La tomé y sentado me dediqué a mirar a todos.

Nunca me había sentido completamente a gusto en las fiestas de Don Armando. Si no hubiera habido una gran amistad de por medio, me habría negado a la mayoría de ellas. Mujeres respingadas hablando de sus perros como si fueran sus hijos, de sus hijos como si fueran sus maridos y de sus maridos como si fueran perros. Hombres enormes hablando en millones: millones de negocios, millones de vagos allá afuera, millones de votos comprados...

Las luces se difuminaron y Augusto anunció a Don Armando, quien apareció escaleras arriba. Las comenzó a bajar sólo cuando comenzamos a aplaudir. Así era él: arrogante, encantador, con gran presencia a pesar de (o quizás debido a) su avanzada edad. Saludó a todos, tomándose su tiempo para platicar unos instantes con cada invitado. Cuando llegó conmigo, me sorprendió con un largo abrazo. “¿Qué tal la bebida?” me preguntó con una sonrisa. “Exótica”, le contesté y era verdad: Era color amarillo y habría jurado que sabía a Tang con vodka. Él siguió sonriendo y me dijo: “Espero sigas dando clases. Eres brillante.” Yo no le contesté.

Augusto nos avisó que la cena estaba servida. Yo intenté no verme apresurado, pero no podía evitarlo después de tantas horas de no comer y tras la pesada caminata. Me senté en medio de dos matrimonios de septuagenarios. La entrée fue una mezcla de embutidos y quesos. Cuando probé el segundo bocado tuve la impresión de que la salchicha sabía muy normal, como de carrito de hot dogs. Lancé una tímida mirada a mi alrededor para ver si alguien más lo notaba, pero todos le decían a Don Armando lo delicioso de su selección.

La ensalada, según nos dijo Augusto, era una mélange des vegetables à la Russie. Se componía de zanahoria, papa, y apio picados, junto con chícharos y aderezados con “esencia de huevo”, según Don Armando, pero a mí me supo a mayonesa, como la que se usa para hacer ensalada rusa. Quería decírselo al anfitrión, pero frente a tantos invitados tan refinados, me daba un poco de vergüenza. Quizás verían en mí cierto cariz clasemediero, que a mí no me convenía reflejar, más si podía en algún momento encontrar algún contacto para trabajar. Quería, sobre todo, quedar bien con Don Armando. “No has dicho palabra en toda la noche”, me dijo desde el extremo de la mesa. “¿Qué te parece la cena?” Yo tardé un poco para responder: “Muy...cosmopolita”. Tampoco quería mentir del todo, eso iba contra mis más profundos principios. Don Armando me sonrió, complacido.

Principios que casi me enloquecen cuando me sirvieron la potage Don Armando. ¡Era sopa Maruchan! Miré a mis compañeros de mesa, pero todos la saboreaban como manjar. Claro: todos eran lo suficientemente ricos como para no conocer todos esos sabores vulgares. Disimulé lo mejor que pude y después de soplarle a la sopa, no me supo tan mal.

Cuando nos retiraron los platos hondos de porcelana china, Don Armando tocó con el tenedor su copa de cristal. Todos guardamos silencio y alzamos nuestras propias copas (que por cierto estaban llenas de lo que yo creía era Padre Kino, por alguna vez que probé tal licor).

“Bien, amigas y amigos” comenzó a hablar Don Armando, con una voz grave y solemne. “Antes del plat de résistance, o plato fuerte para quien no sepa francés”, dijo en tono burlón pues era evidente que todos lo sabíamos, “deseo hacer un brindis. Un brindis por la vida.” La mayoría de las mujeres se enterneció con tales palabras.

“Brindo por la vida de ustedes, queridas y queridos. Porque con tal de preservarla por algunos días más, soportan hasta esta asquerosa cena”

Nadie supo qué hacer o decir. Todos se miraban entre todos y no entendían muy bien. Yo sólo pude preguntarle: “¿Qué?

“Conozco perfectamente la situación de todos ustedes. Sé que los Espinosa han gastado toda su herencia, que a Socorro la defraudaron unos gringos, que Enrique ha apostado hasta las pestañas de su esposa y que ninguno de ustedes tiene ya trabajo, mucho menos dinero."

Una mujer le reclamó: “¡Armando! ¿cómo puedes decir eso? Nuestra economía está mejor que nunca.” Él la vio con diversión.

“Sé que llegaron caminando o que escondieron las bicicletas cerca de mi propiedad. Sé que usarán el dinero que les deposité en la supervivencia de sus familias y que vinieron aquí en busca de trabajo fácil. Pues su deseo les ha sido concedido. ¡Augusto!”

El mayordomo trajo de la cocina una gran cacerola tapada y la colocó al centro de la mesa. “El plato fuerte”, dijo, y se fue con una leve sonrisa. Don Armando continuó:

“Esta cacerola tiene miles de billetes. Serán de quien sea capaz de obtenerlos a costa de los demás. Si su economía, como dice Carmela, está mejor que nunca, no tendrán ninguna objeción en que alguien más se lo lleve. Si no, adelante. Buen provecho”

Don Armando se tomó el contenido de la copa, nos miró una última vez y se retiró. Yo estaba indignado: no había ido hasta ahí para ser humillado de esa forma. Me levanté para irme, al mismo tiempo que Enrique, el apostador, retiraba la tapa de la cacerola. Eran billetes de cien dólares. Todos los vimos, los olimos, los podíamos sentir retacados en nuestros bolsillos.

Tomé un cuchillo.