miércoles, agosto 15, 2007

Salí exhausto del periódico. Era la primera noche que teníamos alguna noticia importante en meses. Ni siquiera tuvimos que rellenar con alguna nota de provincia o de muertos.

El partido oficial lo había logrado: después de tres sexenios en el poder, hizo del país un ejemplo mundial de orden y progreso. Y esa noche teníamos una nueva Constitución, plena de leyes duras pero justas.

Crucé la avenida Vicente Fox, atravesé la tercera fosa común delegacional, y bajé las escaleras que conducían al metro. Apenas alcancé a llegar, debido a mi fatiga, no al horario -el metro funcionaba toda la noche desde la aprobación del Hoy No Descansa.

Ansiaba llegar a mi casa para dormir. Incluso quería no cumplir con la cuota obligatoria diaria de horas de televisión, aunque me costara un día de salario. Podría incluso intentar dormir un momento en el metro. El tren llegó rápido y encontré un lugar disponible.

Comenzaba a soñar con una manada de lobos cuando en la siguiente estación se subieron dos mujeres embarazadas. La nueva ley, como yo mismo lo había redactado minutos antes en el periódico, establecía normas muy claras y específicas sobre quién debía ocupar los asientos del metro. En cuanto entraron las dos encintas, todos los pasajeros sacamos nuestra ley mexicana de bolsillo, edición oficial impresa en Madrid.

Según leímos, los hombres más jóvenes, pero no tan jóvenes para ser niños, debían cederles el lugar a las embarazadas. Cuando terminamos de hacer la estadística una de las mujeres ya se había bajado. La otra sí recibió gentil asiento.

En la siguiente estación se subió una pareja de ancianos. Volvimos a consultar nuestra ley. Sólo el anciano, por mayoría de edad, tenía derecho a cesión de lugar. Pero su esposa nos anunció: "estoy embarazada." Eso cambió todo. Se sentaron en diferentes extremos del vagón.

Después se subió un hombre con "brazos en plenitud y piernas en vías de desarrollo", como llamó el DIF a quien fuera que se subiera a una silla de ruedas. Todos leímos el apartado correspondiente, y resultó que la mujer embarazada del principio debía cargar al hombre y a la silla. "Entrenamiento prenatal", según el manual.

Tres estaciones más tarde se subió un grupo de ciegos. Me tocó desocupar mi asiento. No quería, pero era la ley.

Colgado del tubo, vi que faltaban todavía veinte estaciones. Ideé un plan. Me planté muy serio a mitad del pasillo y me identifiqué como agente de seguridad nacional. Todos me creyeron y me ofrecieron sus credenciales del partido. Todo estaba en orden, pero a un estudiante lo acusé de conspirador y ordené un arresto popular, legal a partir de esa noche.

Pero nadie hizo nada.

Entonces me dí cuenta del error. El estudiante sí era un conspirador, al igual que todos los demás. Me lincharon inconstitucionalmente y me tiraron por el andén de la estación de mi casa. Pero yo, como un profesional de la noticia, decidí regresar al periódico a redactar mi experiencia, y para denunciar públicamente el avanzado estado de la conspiración. El regreso no fue fácil, pero al menos fue cómodo. Según la nueva ley, las cabezas reciben el mejor lugar del vagón. Son leyes duras, pero justas.